lunes, 26 de diciembre de 2016

Dios no quiera que vivamos entre ciegos.

Tras un rato de reflexionar hondamente acerca de mis parásitos mentales, he llegado a topar interesantes cuestiones. Como es costumbre, muy mala por cierto, no pude dejar de darle vueltas a todo este asunto en mi cabeza. Y es que cuando pienso aunque sea ligeramente en ello todo un mundo de divagaciones abre sus puertas en mi psiquis.
Curiosamente esta mañana hablábamos de cierto familiar que nos sorprendió a todos con su diagnóstico de un avanzado cáncer estomacal, lo que supo decirme mi madre ante esto fue "Dios quiera (si, al parecer la situación ameritaba invocar sutilmente al Altísimo) no se te llegue a pegar un cáncer con eso de que no comes; a ver si empiezas a pensar más, usa el cerebro".
Todo esto me dejó un tanto desconcertada y un tanto molesta a la vez ya que, vamos, es cierto que todas las decisiones destructivas en mi vida las tomé yo en pleno uso de mis facultades mentales (bastante cuestionables, cabe recalcar) sin intervención de nadie más, pero si nos ponemos más numéricos: estoy próxima a cumplir los 19 años y he sufrido de trastornos alimenticios y otros males adjuntos desde por lo menos los 13 años. Ahora bien, en los últimos seis años:

  • He pasado de los casi 65 kilos a los 33, peso en el que hoy en día me mantengo.
  • He tenido cortadas en muchas partes del cuerpo, mismas que han dejado cicatrices notorias que todos intencionalmente sacan de su campo visual.
  • Mi habitación en numerosas ocasiones ha despedido la peste asfixiante de la comida putrefacta escondida bajo el colchón o en los cajones.
  • Incontables veces he llorado a gritos por toda la casa.
  • Mostré comportamientos agresivos, erráticos y a todas luces auto destructivos.
  • Un muy largo, extra largo etcétera.

Con este análisis no intento victimizarme ni mucho menos intentar responsabilizar a otros de mis errores. Pero, yendo directamente al grano, lo que intento decir es que yo tenía entre 12 y 13 años. Era, a fin de cuentas, una niña moldeable e influenciable. Si en ese entonces hubieran visto aquellas señales de alerta que hasta un ciego podía ver en este momento no existiría un problema. Ahora lastimosamente es tarde, como ya antes mencioné al momento de escribir esta entrada estoy rozando los 19 años de edad y, como dice el dicho, "Árbol que crece torcido jamás su rama endereza". Esa es la cuestión central de todo este asunto: yo crecí de este modo. Pasé de ser un pequeño arbusto suicida a transformarme en un gran árbol podrido y moribundo; y todo esto ocurrió, entre otras cosas, porque me lo permitieron.

¿Buscar ayuda? Ahí radica el problema. Muchas veces he pensado en buscar alguien con quien hablar o alguien que me drogue tanto que no pueda ni levantarme para maldecirme a mí misma pero siempre desisto gracias a esa vocecita que me susurra que simplemente no vale la pena el esfuerzo. Incluso un pensamiento bastante decepcionante llega a cruzar por mi mente en ocasiones: que me gusta, sí, que no debería tratarme porque de tanto vivir así ya me acostumbré y hasta me gusta. Otras veces pienso que tal vez me lo merezco, al fin y al cabo tengo de buena persona lo que tengo de sanidad mental y si todos merecemos un castigo por nuestras malas acciones, tal vez este calvario eterno es el mío.

En fin, lamentablemente esta historia no recae solo en mí. Pienso que en este momento deben haber muchas personas alrededor del mundo que sufren lo mismo que yo sufrí (y sí, "sufrí" porque ahora ya no me duele, simplemente lo arrastro conmigo), que gritan sin nadie que escuche, llorando en las sombras, pidiendo ayuda sin recibir respuesta. Y sí amigos, vivir entre gente ciega, o más bien entre gente que disfruta haciéndose la ciega, es una reverenda mierda y un mal que nadie se merece. Y, a ti que estás leyendo esto; "dios no quiera" a ti te toque vivir entre ciegos también.

viernes, 16 de diciembre de 2016

Males resistentes a negaciones.

Hay ciertas cosas que puedes creer si te lo repites muchas veces; "no tengo hambre", "estoy bien", "puedo sobrevivir", "eso no pasó nunca"... En fin. Mi vida es puro auto-convencimiento fallido. Por más que he intentado repetirlo y repetirlo miles de veces, de pensarlo sin cesar e incluso de escribirlo incansablemente, no puedo creerme que estoy bien, que todo lo malo no pasó, que voy a sobrevivir los años que me quedan. No puedo. Es como cuando intentan convencerte de que no estás tan mal, de que todo se puede solucionar.
Es curioso, porque toda mi vida he tratado de engañarme a mi misma. Guardando ese viejo abrigo empapado de maldad y esas cartas falsas e hipócritas, acurrucada en la cama mientras me decía entre sollozos que todo volvería a ser como antes. Nunca funcionó. Pero sigo intentando.
Cada mañana intento convencerme de que nada es lo suficientemente importante para merecer mi dolor. Que nada es lo suficientemente importante para nada. Que nada importa, que todo es temporal, que el dolor es efímero y que eventualmente mi entumecimiento será total y permanente. Intento ignorar el hecho de que construí alrededor de mi corazón están cayendo lenta y ruidosamente. Intento disimuladamente maldecir mi existencia basada en la solidaridad de los extraños. Me esfuerzo sobre humanamente por no caerle a golpes a la primera persona que me tope porque me molesta la canción que tararea o la melodía que silba, o la forma en la que viste, o simplemente por estar ahí. Desearía no estar todo el tiempo tan enojada conmigo, tan cerrada en mi persona que no puedo hacer más que tratar mal a todos y odiarme a mi misma por ello, solo ordenando sin dar nada. Existiendo sin vivir. Y estando sin estar.