jueves, 6 de diciembre de 2018

Murió, y me arrastró.

He notado que no toco este blog desde hace más de un año.
Hay mucho que contar, pero creo que todo se resume a lo siguiente: La jovencita sarcástica, burlona, llena de vida (o, mejor dicho, de ganas de burlarse de ella) que frecuentaba cada tanto este blog ya no existe más.
Quién escribe ahora se encargó de ponerla diez metros bajo tierra.
Así es, dicen que el tiempo cambia a la gente pero yo... Yo soy alguien totalmente diferente.

Hasta este punto he seguido el camino de malas decisiones que tomé sin mirar atrás hacia una sola fuente: la desgarradora pérdida de mi hermana.
No era mi hermana realmente, pero ustedes me entienden. La amaba como si hubiéramos nacido pegadas la una a la otra, aunque nunca se lo dije.
Como sea, a partir de su terrible deceso en Julio, convertí los meses siguientes en una ruleta rusa de infinitas posibilidades; "¿Qué pasaría si inhalo toda esta cocaína?" "¿Y si bebo todo esta botella de tres sorbos?" "Si clavo aquí la cuchilla, ¿qué pasa?"

A simple vista parecerían simples decisiones estúpidas tomadas a la ligera, pero la verdad es que estaba intentando comprender... Quería saber por qué, ¿por qué alguien que se aferraba tanto a la vida acabó muriendo tan rápido y yo, que me la estaba tomando como una simple broma de mal gusto, podía sobrevivir a tantas situaciones de riesgo a las que yo misma me expuse? ¿Qué clase de justicia burlona rige nuestro universo? ¿Por qué?

A partir del tercer mes me di cuenta de que no importaba en realidad qué hiciera, nada iba a traerla de vuelta. No importaba cuántas veces maldijera el nombre de Dios a gritos, ni cuánto daño fuera capaz de ocasionarme, se había ido ya y no había vuelta atrás. Se acabó para ella, pero no para mi. 
Y en ese momento decidí al menos considerar darle un giro a mi vida, sin embargo a ese punto era demasiado complicado para mi descubrir cómo deshacer un trimestre entero de excesos y desdén. Por lo que opté por hacer lo que cualquier persona racional haría en mi situación: hice que me diera igual todo.

Pero por más que lo intentara, no podía olvidarme de ella y las palabras que nunca le dije. Durante meses enteros, me dediqué a fabricar conversaciones ficticias en mi cabeza e imaginar qué diría ella. Enlisté todas las preguntas que nunca le hice, todos los comentarios venenosos que nunca lancé, cada halago que no me atreví a soltar, y empecé a lamentarme y a sentir la aplastante culpa de todos esos meses que pasé escondiéndome de ella y su mirada con fecha de caducidad.

Mientras los días pasaban, me iba sintiendo cada vez peor. Y para cuando me di cuenta, era como si la hubiera matado yo misma. De repente, nada ni nadie era suficiente. Conocía gente nueva, pero no eran ella. Visitaba lugares geniales, pero eran indiferentes si no estaba conmigo; y nuevamente me encontré repitiendo mis conductas pasadas, mientras me preguntaba qué opinaría de todo este desastre al que me arrastré yo misma.

Finalmente un día me levanté, y lo había entendido al fin. No fui yo, ni nadie. Fue el cáncer. El cáncer la mató, y nos arrastró a los demás con ella; y en consecuencia, y a un nivel simbólico, yo morí también. Me transformé en alguien diferente, simplemente fingí que el pasado nunca sucedió, y empecé a construirme desde cero una vez más, un paso a la vez. En el fondo, es probable que nada haya cambiado, que siga siendo la misma persona detestable que una vez fui; a lo mejor es imposible luchar contra lo que uno es en esencia. Pero lo intento, porque es necesario; porque es posible, o tal vez no, que esto es lo que a ella le hubiera gustado. Porque se lo debo.