domingo, 16 de agosto de 2015

Delirios amargos...

Hoy finalmente perdí mi don. Mi razón de vivir de cabeza, mi motivación a caminar mirando hacia el cielo. La he perdido.
Perdí mi habilidad para nadar entre infinitas sinestesias que me estorbaban y estorbaban pero a la larga eran un bendito mal necesario.
Hoy es cuando chillo de frustración y de rabia porque se fue. Se marchó el dulce alarido que me calaba los huesos, la suave caricia de una miseria sin fin me ha abandonado. Y en el aire ya no huele a la ambivalencia de una plácida tortura o un grato calvario; ahora huele simplemente al vacío de un abismo, o de un estómago que se desgastó en ayunos incontables. Lo único perceptible resulta ser la áspera esencia de la mortalidad y la certeza de que nadie es infinito.
Como decía, hoy regreso al falso rosa teñido de la indiferencia cotidiana, que sabe a muerte y a podredumbre. Pero hoy, hoy todo acabó por fin. Y he de despedirme con amarga alegría de las sinestesias que supieron atormentarme por lo que parecen siglos. @imperfecci0nes

jueves, 6 de agosto de 2015

Empezó una mañana a las nueve.

Jamás he tenido la facilidad para decidir si algo es bueno o malo, pero cuando el reloj dio las 9 de la mañana y me encontré a mi misma dando el primer paso dentro de un avión cargado de mil mundos diferentes y rostros desconocidos, supe que estaba haciendo lo correcto.
La idea me había atravesado como un rayo al menos un centenar de veces anteriores pero durante años fue apenas una idea retorcida disfrazada de estrella fugaz.
Pero para marzo de ese año la había dejado aventurarse hacia el exterior, la había pronunciado pocas veces, cargada de la amargura que acompaña los últimos suspiros del cuerpo agonizante; y había degustado su agridulce sabor ponzoñoso. La había sostenido entre mis manos, y la había analizado con la calma de aquel que no tiene nada que perder. Finalmente la decisión fue tomada, primero con un atisbo de cobardía, y luego con plena seguridad: estaba preparada y dispuesta a tomar mi último vuelo hacia un destino del que no habría retorno.
Todo lo que dejé atrás había sido preparado de la mejor manera que pude concebir entre mis delirios de paz eterna, intenté plasmar mi mejor versión de mi misma en todos los seres cercanos que tenía, empaqué todo lo que habría querido tener a mi lado en mi último rayo de sol. Ya me había decidido, no iba a volver. Iba a suicidarme.
Había trazado los planes pertinentes, y cada uno de mis últimos respiros estaban calculados hasta el segundo final de mi existencia. Sin embargo pasé días en cama, bajo el tormento de una lluvia de interrogantes. El por qué de mi decisión no era claro en ese entonces, y ahora mucho menos. Quizá decidí suicidarme porque la vida misma era un sinsentido agotador, quizá fue porque estaba siendo víctima a diario de una presión en el pecho y una silenciosa tristeza que se arrastraba lentamente y con el tiempo corrompió cada una de mis células. Tal vez decidí morirme cuando noté que mi miseria se había transformado en una epidemia que se abalanzó como un depredador sobre todos los que amaba, borrando sus sonrisas para siempre. Se tenía que acabar. Yo tenía que salir de la ecuación de una vez por todas.
No lo creía posible pero cuando el día que tanto anhelaba llegó por fin, me hallé a mi misma esperándolo con la impaciencia con la que se espera el siguiente tren. Ese día todo era diferente: el sol se escondía entre las nubes aparentemente resistiéndose a tocar mi rostro por última vez, el frío por su parte golpeaba con inclemencia, quizá en un intento por hacerme desistir. Todo en las calles brillaba con la extrañeza de aquello que nunca volverás a ver; los colores eran más vívidos, los olores más intensos, e incluso el agua había adquirido un dulce sabor a nostalgia. Esa tarde reí sola entre la multitud indiferente de todas las mañanas, ahogué mis incesantes calambres estomacales entre infinitos manjares, me aferré con ambivalencia a la última llamada de mi madre, disfruté por última vez de una sonata, y gocé cada uno de mis recuerdos felices hasta que el reloj dictó lo que esperaba y no esperaba; se me había acabado el tiempo.
En casa me esperaba el frasco de somníferos por el que tuve que soltar mentiras interminables en cada sesión con un psiquiatra odioso, pero al final había valido cada minuto desperdiciado. Por dentro las píldoras amontonadas emanaban un olor a libertad. Aspiré cada bocanada de ese éxtasis mortal y entonces la preparación estuvo completa, el momento había llegado.
Después de poca deliberación acabé por elegir mi cama como mi lecho de reposo eterno, supongo que la elegí como un simbolismo deseando por fin descansar de una vida tan tortuosa y de aquellas voces interiores que en algún punto se rebelaron declarándome oficialmente la guerra. Entre las sábanas carmesí y los últimos recuerdos de una vida entumecida ingerí una a una las píldoras que no solo me salvarían a mi, sino que salvarían a su vez a todos mis allegados de sufrir anclados a una carga como yo atada a sus tobillos. No sé cuanto tiempo pasó mientras divisaba por última vez el rostro sonriente de mi madre, o mientras recordaba con añoranza a mi padre enseñándome a pintar un paisaje de atardecer, pero cuando me di cuenta todo se había vuelto inquietantemente borroso y me subían unas náuseas incontrolables. Como sea, después de otros tantos instantes todo se oscureció y lo último que recuerdo haber pensado es "¡Al fin soy libre!".
Pero no fui libre, y al final toda mi ilusión se desvaneció entre los restos estomacales de pastillas y esperanzas que brillaban como el sol, mis intenciones quedaron expuestas y salieron una a una a la luz incandescente de una sala de hospital.
Hasta el día de hoy no sé por qué sobreviví. Muchas veces es algo que atribuyo al hecho de que no puede haber historia si quitas al escritor. O quizá mi tormento va para largo. Todo lo que sé es que sobreviví porque aquí estoy, y aquí estoy porque sobreviví.