lunes, 24 de noviembre de 2014

Un fructífero día para la inestabilidad mental.

Día 2.
Martes 24 de Noviembre del 2014.
15:31 PM
Estabilidad mental: -10
Los fantasmas están dándose un festín de mis sesos. Cada vez tengo la sensación de algo devorando mi materia gris al compás del tiempo. En ocasiones pierdo la noción del tiempo y mi mente se sume en flashes constantes entre el ayer y el hoy. Puedo aún oír las voces y los ruidos de aquel lugar infernal. Retumba mi propia voz en mis oídos contando caloría tras caloría, el sonido del cristal quebrarse, el ruido del teléfono rompe mis tímpanos en el fondo de mis pensamientos.
¿Es posible odiar tanto? ¿Es posible estar tan asqueada que hasta el aire me cause arcadas? ¿Tan sensible que hasta la lluvia me queme la piel al caer? ¿Es posible poder contener tanto sufrimiento y odio en una sola persona? ¿Cómo? ¿Cómo es posible?
Ciertamente si alguien me hubiera dicho que me iba a convertir en esto, hubiera dado un paso atrás.
Siento asco por la cosa en lo que me he convertido. Ahora soy un ser inestable, llena de delirios, traumas e imperfecciones. Viviendo sin sentir el paso del tiempo al compás de una interminable melodía a veces demasiado alta y otras veces casi imperceptible. Y es que no conozco otra vida, he pasado 17 años entre mi cárcel mental y esa prisión de enormes enrejados grisáceos; debatiéndome entre mis males y mis curas, consumiéndome entre las llamas de mi infierno y ahogándome entre mis propios pensamientos.
Realmente me decepciono cada vez que pienso en el tiempo que he malgastado sufriendo por tonterías, preocupándome por estupideces cuando pude simplemente mirar hacia otro lado y desentenderme igual que todos. Podría ahora mismo estar hundida de cabeza en un mundo plástico y superficial en vez de este mundo tan oscuro y lleno de sombras en el que me encuentro; torturada a diario por las voces que escucho martillar en mi cabeza a todas horas. Caminando infinitas distancias sin rumbo, inútil, indeseable, sin pertenecer a ningún lugar pero queriendo estar en todas partes. Mostrando una actitud indiferente y fresca ante la vida, aunque por dentro me preocupo cien veces más de las que debería. Sola, a mis anchas, bajo la condena de trabas mentales que no puedo controlar. Obligada a seguir mis propios impulsos y a mantenerme al borde de mis limitaciones sin atreverme a poner un pie fuera de esa línea. Diciendo mucho y a la vez nada. Firmando mi propia sentencia de muerte y tallando mi propia lápida.

domingo, 23 de noviembre de 2014

El no tan prometedor día 1.


Día 1.

Domingo 23 de Noviembre, 2014.

11:15 Am.

Casi cuatro años después del auge vomitivo que me estuvo oprimiendo y asfixiando por tanto tiempo. Un auge perfectamente documentado en diarios, cuadernos viejos, servilletas, pedazos de papel y todo aquello sobre lo cual se podía escribir.

Y es que, nunca me gustó escribir especialmente. No tenía talento para eso… ni para nada en general ¿qué me llevó a escribir de todos modos? La necesidad. Aquella necesidad latente como una herida a carne viva de hablar, de contarlo todo, de escupir mis palabras amargas como la hiel y desgarradoras como el veneno. El único problema está en que yo no tenía a nadie, nadie que me ofreciera su hombro en el cual recargarme, nadie que cargara mis penurias para alivianar esa carga sobre mi débil existencia. Nadie. Ni un alma.

Podría haberme sentado a esperar para siempre a que alguien se mostrara amablemente, pero la ansiedad me estaba consumiendo viva, sin nadie a quién hablar y las heridas escociéndome con la sangre bajando por mis brazos me decidí a tomar un papel y sostener entre los dedos de mi mano derecha un lápiz y empezar a trazar mi tristeza, a describirla exactamente como la veía acosándome en mi mente a diario, todo el tiempo; mientras yo escribía ella observaba inexpresiva, sentada en el buró esperando, siempre esperando. “¿Crees que eso te salvará?”

A medida que las hojas se van llenando, la ansiedad va disminuyendo y la humana representación malintencionada de mi tristeza se retira a descansar entre las sombras de mi subconsciente. Dejando en el aire un dulce aroma a paz. Desde entonces mis dedos empezaron a esparcir mis agridulces vivencias sobre el papel, sobre cartulinas, sobre el cartón mismo, sobre todo aquello donde un bolígrafo o un lápiz pudieran dejar su marca casi indeleble.

Y así comencé a pasar jornadas enteras encerrada en mi habitación a oscuras, trazando desdichas sobre el papel, acumulando tachones sobre las hojas y botellas de agua vacías sobre mi alfombra. ¿Comer? Jamás. Eso no me hacía sentir mejor, ya sabía que me hacía sentir mejor. Escribir, ¿para qué ingerir calorías que unos minutos después me provocaban una culpa indescriptible? ¿Para qué si podía simplemente sofocar al papel de mis penas y mis culpas sin ninguna consecuencia?

Esa montaña de papeles sueltos y libros eran mi vida ahora. Y yo escondía celosamente mi vida, nadie debía leerla jamás. Nadie. Pasaba ratos pensando, planeando, buscando el lugar idóneo para esconder como un tesoro de miles de dólares aquella pila de lágrimas escritas. De noches en vela. De paz momentánea. Mi vida estaba distribuida en diferentes partes de aquella infernal habitación; entre ropas y jabones, bajo alfombras, entre la cama y el colchón, bajo cajas de zapatos que prometían guardar el secreto por siempre. Mientras yo, celosa y paranoica, revisaba arduamente cada día, chequeando que todo esté en su debido lugar. Algunas veces incluso notaba una distancia recorrida de uno o dos milímetros inexistentes y, sumida en la paranoia y los delirios, cambiaba todo de lugar nuevamente. A un lugar seguro, donde nadie pudiera encontrarlo jamás.

“-¿Por qué no sales?

-¿Para qué?

-Para pasar con la gente…”

Bah, esa gente de la que tanto hablaban no entendía, no entiende, no entenderá. Son todos unos idiotas ignorantes, sumidos en las apariencias, guiados por lo que sus consumidos ojos alcanzan a captar, ¿qué saben ellos?

Así era como la imparable vida seguía su curso, con gente que sufría, personas que morían, bebés que nacían, y una loca que escribía entre botellas vacías y comida apenas tocada. Entre delirios de delgadez y episodios ansiosos que me cortaban la respiración.

Hoy, después de un auge y una decadencia, después de kilos perdidos, después de infinitos vómitos, de ayunos agotadores, de heridas que me escocían como estigmas y lágrimas de ácido que me recorrían el rostro cada noche. Después de haberme sentido como si lo supiera todo sabiendo nada, después de haber robado lápices y rebuscado incansable en lugares impensables por una superficie donde escribir. Después de haber visto la muerte a la cara; después de haber sostenido sondas entre mis labios y estacas infinitas en mi corazón… después de todo, sigo aquí, entre hojas con líneas impresas en el lugar donde todo empezó. Bajo capas de sarcasmos y una actitud fría como el hielo. Sigo aquí, escribiendo. Escribiendo entre líneas guardadas bajo una llave que solo yo poseo y, otras veces, entre documentos sellados bajo una contraseña tan obvia que es impensable. Con ojos cansados y viejas marcas en los brazos.

domingo, 2 de febrero de 2014

Un contraste del antes y el después.

Después de sentarme a hacer un pequeño “replay” de toda mi vida, de todo lo que he vivido hasta hoy he sacado un pequeño contraste que les compartiré ahora mismo. Un contraste banal, como yo, pero que he tenido que buscar entre mis lágrimas negras de rímel corrido y mis brazos hinchados de cortadas y golpes.
ES LO MISMO.
Eso, es lo mismo. Es lo mismo. La vida es lo mismo. Es igual. Nada ha cambiado. Y es triste, es en verdad triste darte cuenta de aquello. De escarbar entre las ruinas de tu pasado para notar que nada es distinto. Todo sigue ahí tal y como lo dejaste antes. Porque mi vida era una mierda cuando era marginada y pesaba 65 kilos. Y mi vida sigue siendo una mierda ahora que han pasado los años, peso 39 kilos y sigo siendo una marginada. No veo mejorías, muchos dirán “Pero si bajaste casi 30 kilos, tienes x logros y tienes amigos ¿Cómo no ves mejoría?” pues que estoy delgada lo sé, pero no delgada como yo quiero, coño. Es más, no me veo en un espejo hace tiempo, y si lo hago no son más que milésimas de segundo. ¿Por qué? Sencillo. Porque sé lo que encontraré, kilos de decepción, acné, un rostro demacrado, agotado de fingir, pero no encontraré mi tan ansiada belleza, así que lo evado, evado tener contacto visual conmigo misma por más de 2 segundos y simplemente me sumo al método de la aseveración. Cómo siempre he sido gorda desde que puedo recordar, simplemente asumo que sigo siendo gorda, porque así es como me siento. Me siento inflada, llena, repugnante, como un monstruo. Y eso no cambiaría viéndome al espejo. Si lo hago las cosas empeorarán rotundamente. Podría hacer un before and after y me sentiría puerca. Asquerosa, sin alma. Porque si, muchos admirarían que he perdido peso. Pero no deberían hacerlo. ¿Cómo van a comparar una niña de 11 años con una trastornada emocional de 16? Yo era apenas una niña cuando empecé a esto. Arruiné mi vida, apenas era una niña y no lo sabía; no sabía que vives con esto toda la vida. Y ojalá alguien me lo hubiera dicho. Ojalá, pero no fue así. Nadie estuvo para advertírmelo a mí, y vaya que lo necesitaba. Como se imaginan, no crecí como una persona normal. No fui normal y no soy normal. Porque afrontémoslo, una niña de 11 años que cuenta calorías no es normal, y sigue sin ser normal cuando crece y es una adolescente de 16 años que tiene todo lo que necesita y más, que tiene gente maravillosa, que ha bajado mucho peso y que sin embargo no es feliz ni menos normal. Eso soy yo. No soy normal. Soy extrañamente rara. Tan rara que ni yo me entiendo ni me soporto. Rara en el sentido de encerrarme en mi misma y esperar la muerte. Solo rara, solamente sola.