jueves, 22 de junio de 2017

Exámenes, ocio, música y anorexia.

Aquí estoy. A dos días de rendir lo que probablemente es el examen más difícil de mi vida y me enorgullezco de mi honestidad cuando digo que no he estudiado una soberana mierda en todo el mes de plazo que he tenido.

Dos días. 48 horas. Parece tanto tiempo pero la verdad es que es tarde ya. Una parte de mí me dice que es sólo eso: un examen y ya, que no vale la pena el estrés. Otra parte mía me dice que debería intentar aprender lo que pueda hasta el examen. Y una tercera parte las maldice a ambas por distraerme de la canción de El Pezpsiquiatra que me puso Spotify.

Estoy ahogándome en un océano contenido en un vaso de agua medio lleno o medio vacío. Por otro lado, sí me avergüenzo de admitir que he caído en mis antiguos comportamientos sin remedio: escondiendo la comida hasta tirarla, evitando probar bocado, atracándome de golosinas para luego matarme entre la elíptica y rutinas de ejercicios bastante cuestionables, gastando considerables cantidades de dinero en cosas que ni siquiera sé para que sirven y bla bla bla. Además de todo eso, me bebí un par de tres cervezas que había en mi refrigerador aunque estoy 60% segura de que no las compré yo y ahora a lo mejor ya estoy muy ebria como para que me importe... Aunque, la verdad, a mi parte sobria tampoco le importa.
Me paro a la mitad de este escrito y me pregunto "¿por qué?" ¿Por qué me sometí a todo este estrés yo sola? ¿Por qué tenía que intentar ingresar a la universidad más prestigiosa del país sabiendo que yo no soy la estudiante más prestigiosa de ningún lado? ¿Por qué tenía que pasarme jugando League of Legends y dándome maratones de Glee y pornografía aunque sabía que tenía que prepararme para esta cosa?
Probablemente todo se relaciona a que se veía difícil y me gustan los retos, o quizá se deba a que mi padre y el padre de mi padre estudiaron en esa misma universidad y yo sentí que debía probar algo a los demás.

Y la única razón por la que no comparto todos estas mágicas divagaciones con alguien más y las escribo para mí es porque no quiero ganarme las charlas sentimentales de nadie.
Porque lo que debe saberse, ya lo sé. Y si me lo dicen en voz alta, se hará más real; tengo miedo. Estoy asustada porque el tiempo corre y, aunque mantengo mi metro con cincuenta y siete centímetros desde los 16 años, estoy creciendo, envejeciendo, mutando... Y poco a poco se vuelve más y más tarde para mí. Veo como la gente a mi alrededor progresa y crea un porvenir exquisito mientras yo sigo estancada entre sueños adolescentes y llorando sobre la leche derramada.

Siento demasiado cansancio. Estoy cansada de huirle al pasado y al futuro, de contar calorías, de quebrarme por las noches y armarme de nuevo antes del amanecer. De cada mañana despertar, fingir que tengo todo bajo control, conversar un rato por aquí y por allá, sentirme miserable, dormir y volver a despertar al día siguiente. Es que ¡diablos! despertarme es la parte más jodida de todas, y la que más me cansa.
Estoy cansada de pelear, he peleado tanto durante tanto tiempo y, ¿para qué? A lo largo del tiempo he luchado por construir tantas cosas que acabo de notar que son efímeras. Desviviéndome aún por preservar una belleza que se me escapa entre mechones de cabello en la regadera.
Me da asco seguir manteniendo esa ilusión de que abriré mis alas y volaré a otro continente donde seré menos miserable, porque sé que aquí y en la China mi mente es un caos.

Como sea, así fue como convertí un examen en una divagación de mis penas internas. Y sigo estando a punto de fallar brutalmente en mi prueba. Al momento de escribir esto son las dos de la mañana, me duelen los músculos de las piernas y las uñas postizas en las que gasté mis último dólares se ven de maravilla. Además de eso, lo único que espero para dentro de unas horas es desayunar con mi novio, tener nuestras charlas revitalizantes de siempre, ver a mi mejor amigo y esperar que no me dé un sermón cuando le pida fumarnos juntos el primer cigarrillo en 5 años. Tan simple como eso.